ROSITA FORNÉS WEB PAGE No siempre las rosas son rosadas |
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"No siempre
las rosas son rosadas" Su vida no ha sido siempre color rosa. La ve usted, así, con ese aire juvenil de estudiantina a los 80 años y quizá no imagine las veces que
a ella, como ser humano y como artista, el hisopo con vinagre ha rociado sus labios. Rosa Fornés no es esa muñeca de colección de antigüedades con olor a sándalo que muchos se imaginan.
Tampoco es esa mujer pintada recientemente en un libro biográfico donde el autor, deslumbrado por el aura que envuelve a la
diva, la ve más como algo divino que terreno. Rosa Fornés, como todo mito, es un enigma. Menciónele tan solo un recuerdo: Armando Bianchi, y temblará como una hoja enamorada a la que quebraron
los vientos del destino. Pregúntele por los espinosos años en los que el sobrenombre de Primera Vedette de Cuba sonaba a burguesía
en medio de los lógicos excesos de un proceso social donde la clase trabajadora asumía el poder. Muchos le acusaron de frívola
y hasta algunos le calificaron, incluso, de traidora como si las convicciones se llevaran en la tela y no en el alma. Lo cierto es que los acusadores pasaron y la Rosa permanece, a pesar de la ventisca y la hojarasca de
aquellos convulsos años, con más perfume que espinas. La primera vez que la entrevisté estrenaba ella, en Ciego de Ávila, su espectáculo Vedettísima. Y, aunque
critiqué el concepto de aquella especie de varietés criollo trasnochado, Rosa fue incapaz de negarme una entrevista, ni de
reprocharme nada, a pesar de que sus compañeros de show querían cogerme por el cuello. Así de simple era toda una artista y, como tal, tenía que asumir estoicamente la crítica, viniera de
donde viniera, a sabiendas de que una opinión es solo un estado de ánimo y no la guillotina que decapitó a Mariantonieta. La segunda vez que le vi fue en su espacioso apartamento de la Calle 26. Mientras esperaba yo en la
saleta donde tenía ella un hermoso piano de cola, sus fotos más queridas y su gata, la imaginaba aparecer, de un momento a
otro, rodeada de visones blancos a lo Marilyn Monroe. Nada de eso. Lo que fue en algún tiempo un cuerpo "hecho a mano", como
dijera un amigo, se insinuaba de manera discreta bajo una bata de raso azul anudada al costado. Ese rebelde pelo, que tantos
dolores de cabeza le ha dado siempre, dormía su siesta enroscado en simples rolos bajo un tenue pañuelo y lo más sorprendente,
Rosa cojeaba un poco, apoyada en su bastón, por una operación de cadera que había sufrido. Cuando me sonrió, con esa sonrisa de ángel expulsado del paraíso por el pecado de la candidez intacta,
me di cuenta de que, más allá del tul y la lentejuela, lo que permanecía era esa especial humanidad que le asiste a los grandes. Apenas una semana atrás, nos encontramos, otra vez, durante el homenaje que le ofrecieran los trabajadores
del hotel Meliá Cayo Guillermo. Rompía el espectáculo y allí estaba ella, sobria y hermosa como pocas, para decir, una
vez más, ¡aquí está Rosa Fornés! Con el aplauso final me colé en su camerino y, a quemarropa, comencé a dispararle este cuestionario: —A pocos pasos de la inmortalidad uno no se resiste a la tentación de mirar hacia abajo, al riesgo
del vértigo. Desde su altura, ¿cómo ve esta Rosa a aquella Rosa que algunos acusaron de acomodada y frívola? Sonríe halagada. —La veo con simpatía y con lástima. Pero lo bonito de todo esto es que he demostrado que la frivolidad
no me hizo mella. He pasado por todos los géneros, desde lo revisteril y el drama hasta lo más intelectual, y me he dado el
gusto de demostrar que no soy lo que decían de mi arte. Creo que todo ese rollo lo trajo el hecho de que me llamaran
vedette. —Luego de mucha resistencia usted accedió a que escribieran su biografía. Tengo entendido que
la disputa con quienes le hacían la propuesta siempre estaba en no contar algunas cosas. Sin embargo, en el libro usted, prácticamente,
se desnuda. ¿Por qué? —Porque me cayó simpático ese muchacho, amigo de una persona a la que yo quiero mucho, que me
hizo la propuesta. Y me parece que, aunque no lo diga todo, porque para escribir completa la vida de Rosa Fornés se necesitaría
hacer una enciclopedia, el resultado final me pareció agradable. Es una mirada al vuelo de mi vida, como yo misma se la narré
y él la novelizó un poquito. —¿Hubo momentos tensos, contradicciones, entre ustedes durante los encuentros previos al libro? —No, porque él siempre fue muy respetuoso de lo que dije y, al final, me lo entregó para que yo
lo revisara. Hubo algunas imprecisiones de fechas que pudieron haberse rectificado, pero, en realidad, no merece la pena tenerlas
en cuenta. Lo esencial está ahí. —Rosa Fornés ha vivido su vida entre dos fuegos. ¿Cómo ha logrado sobrevivir? —¿A qué dos fuegos se refiere usted? —A la envidia y al aplauso, a tanta gente que le ha querido y otro tanto que la ha odiado… —Todo eso es historia pasada, parte de una etapa difícil que yo estaba convencida de que se superaba.
Estaba segura de que el tiempo haría prevalecer la verdad frente a las intrigas, y así fue, de manera que ya todo pasó y yo
no soy rencorosa. Esa es una de las cosas que jamás me ha gustado ser en la vida. Lo pasado, pasado y olvidado. ¿Me entiende? —¿Es cierto que usted pagó para que desaparecieran su partida de nacimiento y la edad de Rosa
Fornés formara parte del mito? —¡No! ¿Quién dijo eso? — Si mal no recuerdo un cronista neoyorquino… —¡Jamás! ¿Para quitarme la edad?... Si me guiara por la gente, en lugar de cumplir, ahora, 80,
estaría cumpliendo 110 ó 120 años, ¿no? Yo dije una vez en una entrevista de que, en Cuba, había dos preocupaciones básicas:
¡La zafra azucarera y la edad de Rosa Fornés! —¿Qué es para Rosa Fornés este homenaje? —Resulta una sorpresa muy bonita. Conozco a Cuba de una punta a la otra,
pero nunca había visitado uno de sus cayos. Este Meliá es una preciosidad y, dentro de la cadena de esos hoteles que
hay en nuestro país, este se distingue por una característica: el trato a las personas. Todos han sido muy amables conmigo.
Esas demostraciones nunca las olvidaré y, ojalá que, cuando cumpla los 90, esté en forma y pueda venir a celebrarlos acá.
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