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La rosa y el carisma














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ENTRE cubanos

La rosa y el carisma

Confesiones de Rosita Fornés

AUNQUE CLASIFICA COMO «PRIMERA VEDETTE», ADEMÁS DE TRIUNFAR EN ESPECTÁCULOS DE REVISTAS Y VARIEDADES, DESDE SUS INICIOS INCURSIONÓ EN EL TEATRO, EL CINE, LUEGO LA TELEVISIÓN... HASTA CONVERTIRSE EN ESA ESTRELLA INDISCUTIBLE QUE INCITA A PREGUNTARSE SOBRE CUÁL HA SIDO LA CLAVE DE SU ÉXITO Y FAMA.  A DESENTRAÑAR TAL ENIGMA SE DEDICA ESTA ENTREVISTA, AUTORIZADA POR SU PROTAGONISTA, UNA DE LAS ARTISTAS MÁS ENTRAÑABLES Y POPULARES DE CUBA EN TODOS LOS TIEMPOS.

 

por MARIO CREMATA FERRÁN

fotos OMAR SANZ

 

No es raro que le sorprenda la medianoche despierta, casi en vilo. Siempre trabajó hasta muy tarde y no ha podido desacostumbrarse, de modo que se levanta entre las nueve y media y las diez de la mañana. Enseguida se recoge un poco los cabellos brillantes, antes de hacerse los «moñitos», porque conserva el pelo lacio. Entonces, y solo entonces, se siente lista para abandonar su habitación.

Desayuna un jugo de frutas, una taza de leche con café instantáneo y algún que otro pedazo de pan tostado o una galletica. Se asoma al jardín; si la mañana invita, inspecciona el patio. Agarra pronto el teléfono, inicia las llamadas de rigor y atiende las que entran y son para ella. A las dos en punto, después de ver el noticiero, se da un baño y se sienta a almorzar: lo más probable, una sopa, arroz con picadillo, tomate y lechuga, arroz con leche de postre y finalmente un café. Hasta las nueve de la noche no vuelve a ingerir bocado alguno, cuando, religiosamente, le preparan un sándwich de jamón y queso con un vaso de refresco de cola, al que ella añade una cucharada colmada de leche en polvo y otra menos espléndida de azúcar, al tiempo que agita con fuerza, para lograr una mezcla homogénea.

Aunque cueste creerlo, nunca anduvo fiestando, evitó trasnochar, y no tuvo más vicios que su trabajo. Fumó «un tiempito largo» por pura necesidad: debió interpretar un personaje que lo hacía con clase, pero ella, inexperta en esos menesteres, aspiraba el humo y no hacía más que ahogarse. Tuvo que empeñarse, para aprender a hacerlo con deleite. Al cabo de unos años, como tenía que seguir cantando, dejó el cigarro para no afectar su voz. A la bebida le cogió «roña».

Se considera una artista de resistencia. Mujer plena, sigue siendo coqueta, conserva las poses atractivas tanto como el ademán seductor, el derroche de glamour, el talento y la simpatía que un día, lejano ya, la llevaron a colocarse en la cúspide del estrellato y la farándula, no solo insular.

Recién levantada de una siestecita, de buen ánimo y con las «pilas cargadas», aparece de rosado, con poco maquillaje y una sonrisa de leyenda. Ilumina el corredor, la sala, la saleta... Es Rosalía Elisa Lourdes Palet Bonavía. Mejor dicho, es Rosita Fornés.

 

 

Señora, ¿fue siempre usted tan presumida?

Desde chiquitica. Toda la vida me ha gustado lucir bien.

Mucho se ha escrito respecto a sus inicios en el arte, no así de su infancia y adolescencia. ¿Cómo percibe a la niña que fue?

Tengo entendido —puesto que no lo conocí—que mi abuelo había sido empresario, con fuertes nexos en lo teatral-musical. Lo cierto es que de él heredamos una discoteca fabulosa. Mi abuela cuidaba como reliquia un fonógrafo. Era un mueble grande, pesado, quizás de caoba. Como ya entonces era yo bastante inquieta, para que estuviese tranquila ella me sentaba a escuchar, más que nada, ópera. Cuando la melodía cesaba, me iba contando, a su manera, los argumentos de aquellas obras, como si narrara un cuento infantil. Todo se grababa en mi memoria.

Mi otro gran pasatiempo era jugar con algunas amiguitas, vecinas mías. Ellas se creían, por ejemplo, amas de casa; yo no, en el juego era la artista. Siempre quise serlo, y no por lo que veía, porque apenas salía de mi casa; ni siquiera iba al cine en esa etapa. Más grandecita me llevaron a ver alguna película, pero antes no.

Y qué deseo brotó primero: el de cantar, el de poner en práctica sus dotes histriónicas, o el del baile?

Todo a la vez. Cuando jugábamos a las casitas, nos poníamos de acuerdo e inventábamos nuestro guión. Yo lo mismo actuaba, hacía por bailar, o les cantaba una canción. Era algo espontáneo, como te digo, porque no tenía influencias, pero sí era tremendamente imaginativa.

Usted fue criada por su padrastro, Fornés, cuyo apellido adoptó artísticamente. ¿Qué recuerdos tiene de su padre biológico?

Solo uno, muy vago. Nací en Nueva York, donde conviví con él, y lo que he retenido es verlo discutir con mamá, algo que me asustaba bastante. Ellos se habían casado muy jóvenes: ella tenía 18. Y se fueron a Estados Unidos, pero nunca se adaptó. Como dices, mi padrastro fue quien me crió. Desde mis cuatro o cinco años empezó a visitarnos y conquistó a mi madre. Ya para ese momento no supe más de papá. Había nada más una hermana suya, en Cuba, que sí me visitaba y me hacía regalos. Al poco tiempo supe que él había muerto. José Fornés Dolz fue mi verdadero padre.

Cambiando de tema: me consta que ha prodigado comentarios intensos sobre su relación con La Habana. Incluso ha admitido que, el haber llegado aquí, muy pequeña aún, significó para usted como volver a nacer...

¿Quieres que te cuente mi primer recuerdo de La Habana? No había cumplido aún los tres años. Aunque te cueste creerlo, tengo aquí [toca su frente] la imagen de mi llegada, en medio de una tempestad. El barco no podía entrar, ya que al práctico encargado de guiamos le era imposible hacerlo, por las olas furiosas. No sé cuánto debimos aguardar, cerca del Morro, con la ciudad enfrente. Solo sé que todos estaban deseosos de bajar, y que las mujeres lloraban.

Sería pretencioso conminarla a un inventario más o menos detallado de los sitios donde ha residido, puesto que la lista podría volverse interminable. De cualquier manera, déjeme conducirla a un alto en una de esas viviendas de la parte más vieja de la urbe: Cuba, número 24, donde hoy se encuentra el Palacio de la Artesanía.

¿Sabes?, todos los recuerdos de aquella etapa son bonitos. De pequeña viví y caminé mucho La Habana Vieja, porque mis padres tenían altas y bajas y se mudaban a cada rato. Esa es una zona que quiero. Me llevaban regularmente a pasear a un gran parque cerca de la bahía; iba al Malecón, a tomar el fresco y disfrutar del mar. Y también me bañaba en las playitas, porque había unas lanchitas que cruzaban la bahía, y nos trasladaban a mamá, a mi tía y a mí hasta esas pocitas, pequeñas pero muy monas. Creo que ya no existen.

Como todo estaba cerca, otro entretenimiento era recorrer a pie la Alameda, bordear la Avenida del Puerto para ver entrar los barcos, todo un espectáculo que recuerdo haber disfrutado también desde los balcones de Cuba 24, donde vivía mi abuela materna, en un entresuelo con vista a la calle. Yo me acuerdo de esa Habana de mi infancia con verdadera nostalgia.

Pero luego las mudanzas continuaron...

Así es, y por eso un sitio predilecto es el Malecón, que en una etapa quedaba cerca de la casa. Después pasé para El Vedado, que es de esos lugares que me encantan para vivir, tanto como el Nuevo Vedado. En este último, en un penthouse frente al zoológico, viví muchos años, más de 30, pero me vi obligada a irme, hará unos 15 años más o menos. Para entonces, aunque estaba operada de la cadera, seguía trabajando mucho, vivía sola con mi madre, y el ascensor estaba constantemente averiado. Tenía que subir y bajar varias veces en el día los cinco pisos, y los médicos me lo prohibieron. Es por lo que tuve que hacer «la permuta», no en el teatro ni en el cine, sino en la vida real, y conseguí esta casa en la que estamos, que tiene el gran inconveniente de que está muy lejos del centro de La Habana.

Yo salía bastante allá, y me visitaba mucha gente. Para venir hasta acá hay que tener carro, de lo contrario es una odisea, y ya buena parte de mis amigos, los que aún viven, están muy viejos para tanto trajín. Y hablando de carros, no te he contado que yo manejé durante cuarentaipico de años. Dejé de hacerlo por las dichosas caderas, y no te imaginas cómo extraño esa libertad. Ahora dependo de que me lleven.

¿Cuándo es que su familia decide irse a España?

Como te decía, me trajeron a La Habana muy pequeña, y me fui a vivir con mi abuela y una tía, primero a la calle Cárdenas y, poco después, a otro apartamento en la calle Romay. Me acuerdo que allí vi por primera vez, en época de carnaval, una conga que pasaba por nuestro frente, y caí en cuenta de lo feliz que me haría poder ser parte de todo ese mundo.

Así fui creciendo y sumando mudanzas, porque en eso no creo que alguien me gane. Hasta que, a los diez años, viviendo en la calle Industria, es que nos vamos a España, tras la caída de Machado. Como conmigo tenían un cuidado tremendo, y me preservaban como algo grande, mamá y papá se turnaban para acompañarme al colegio. Mi instrucción primaria se completó en Madrid, donde nace mi hermano José Enrique, el mayor de los dos que tengo, a quien llevo 12 años. Yo lo paseaba en coche y, más que hermanito, lo sentí un poco hijo.

Recién mudados a Valencia nos sorprende el estallido de la Guerra Civil (1936). Como simpatizábamos con la República y mi padre se había señalado, tuvimos que escapar en un barco, el último, que partió de noche, disfrazado; se llamaba «Manuel Arnuz». Venía de Barcelona lleno de refugiados, casi 200, y debía hacer breve escala en Cartagena y Almería. Nos acomodamos en un camarote grande, y zarpamos en absoluta oscuridad. Pero por el camino, antes de poder atravesar el Estrecho de Gibraltar, ocupado por los franquistas, tuvimos que tocar tierra y permanecimos dos semanas en un dique seco. En ese interín pintaron el buque con atributos arábicos; lo decoraron como si fuese un crucero, e izaron una bandera siria. Lo llenaron de luces y los empleados conminaron a los pasajeros a meternos en los camarotes. En cubierta, escenificaron una fiesta, con orquesta y todo. Después de la espera, aguardando una vez más las primeras horas de la noche, partimos.

Había que cambiar el rumbo a cada rato, para evadir el cerco. Sí, porque temíamos que nos bombardearan al detectarse que se trataba del «Manuel Arnuz», que ya se sabía había huido. Nosotros escuchábamos en la radio falangista las amenazas que lanzaban al barco.

Fueron horas de mucha tensión; tanta, que papá enfermó de los nervios durante la travesía. Pudimos ver cómo nos iluminaban con unos reflectores enormes desde ambos lados: Europa y África. No más salimos a mar abierto, respiramos de nuevo. En total estuvimos unos 45 días a bordo, porque además nos sorprendieron unas violentas tempestades en el Atlántico. Mis padres y mi hermanito estaban mareados. A papá le decían: «Déjela subir un poco a cubierta, porque viéndolos a ustedes en ese estado, terminará mal ella también». Y me sentaban a coger aire en un salón ventilado. Cuando hacía buen tiempo, jugaba arriba con mi hermanito. La verdad es que nunca me he mareado, ni por aire ni por mar.

Tal vez la música hubiera aliviado un poco tanta incertidumbre. Debió haberles regalado una canción...

¿Y quién ha dicho que no lo hice? Mientras el navío estuvo en el dique, como decía, no permitieron que nadie saliera para simular que lo estaban arreglando. Y se dio una fiesta para calmar la ansiedad y, de paso, recaudar fondos en apoyo a las milicias antifranquistas. Como yo me pasaba la vida cantándole a mi hermanito, me preguntaron si podría hacerlo frente a todos. Y yo, que en eso siempre he sido atrevida, dije que sí. Me acuerdo que fue un tango de [Alfredo] Le Pera: Silencio en la noche, que inmortalizó [Carlos] Gardel, y bueno..., me aplaudieron cantidad, creo que porque lo hice con placer. Me sentí feliz, y de la noche a la mañana me volví famosa; venían todos los días a saludar a «la joven cantante».

Cuando llegamos, mi padre no tenía un centavo. Lo perdió todo en el corre corre de la salida. Es cuando nos fuimos para Cuba 24. Enseguida él se puso a buscar trabajo, y lo encontró, porque era un hombre preparado y con una habilidad natural para los negocios. Hizo buenos contactos y fue levantándose, de modo que cuando pudo independizarse, nos mudamos al Vedado, a una casa que lamentablemente ya no existe, en B entre 17 y 19. Allí nace mi hermano Leopoldo, y allí cumplí los 15. Por cierto, no me los celebraron.

¿Cómo fue eso?

Así como te digo. La situación económica de la casa todavía no estaba estable. Además, mi padre era muy celoso, y como mi madre fue una mujer tremendamente guapa, él evitaba las fiestas en casa, porque no le gustaba que le hicieran sombra, ¿me entiendes... ? El caso es que me prepararon una comidita especial, picaron un dulce..., pero no hubo celebración, ni fotos tampoco. Así que no tengo fotos del día de mis 15 años. Era 1938, el 11 de febrero.

En septiembre de 2013 se cumplió el aniversario 75 de su debut en aquel programa radial que fue cantera de grandes de la escena cubana: «La Corte Suprema del Arte». Ese sería el despegue...

Sin embargo, en mi casa se oponían a que fuera artista, porque pertenezco a una época en que estos eran mal vistos. Una «muchacha de bien» tenía que ser una señorita recta. De tanto escuchar «La Corte Suprema del Arte» me entusiasmó la idea de concursar. Yo tenía un amplio repertorio, tanto de tangos como de canciones españolas, que había aprendido gracias a los discos y la radio. Entonces les dije a mis padres que me llevaran al programa.

Casi tuve que llorar. Un guitarrista andaluz, Manolo Tirado, buen conocedor del folclor, le dijo a papá: «Yo la acompañaré; que cante algo flamenco, una milonga, que es tan bonita». Porque está la milonga, pero también me encantaba el ritmo del fandanguillo y las bulerías, las peteneras, los soleares...

El caso es que ensayamos la milonga La hija de Juan Simón. Papá se resistía, esgrimiendo que si no me daban el premio yo iba a sufrir. Además, no quería que fuese artista, sino que estudiara. Por eso me matriculó en taquigrafía, mecanografía e inglés, para que fuera una buena secretaria.

Lo convencí, me presenté, y como se trataba de una pieza que no se oía fácilmente, parece que llamé la atención y esa noche me llevé el primer premio. Los directores de la CMQ le pidieron a papá que me llevara de nuevo, como al resto de las estrellitas nacientes, para llenar espacios en otros programas, los cuales servían para incrementar nuestro repertorio y que nos escucharan. Eso me costó, porque papá me decía: «Bueno, ya te complací, cantaste, te llevaste el premio, así que ahora a seguir estudiando, para que seas una buena secretaria, que es lo que serás si trabajas algún día».

Yo lloraba y lloraba, y por suerte para mí, Miguel Gabriel, director y principal accionista de la CMQ, se hizo su amigo y le dijo: «Déjela Fornés, ella es una señorita, siempre vendrá acompañada...». Porque como papá no quería que mamá saliera, sino que simplemente se ocupara de los niños y del hogar, siempre iba o con él o con mi tía Rosa.

Al fin me empezaron a pasar en la radio, en aquellos horarios dedicados a zarzuelas y operetas. Me asignaron un buen maestro de canto, Mariano Meléndez, y una de actuación, excelente, Enriqueta Sierra. Entonces me conocieron Antonio Palacios, que era un actor del género lírico, y Miguel de Grandy, famoso tenor. Juntos formaron una compañía y le pidieron a papá que me permitiera hacer una obra, para el fin de la temporada. Era la zarzuela El asombro de Damasco.

Esa fue mi iniciación. Ese día, en el primer entreacto, fui a cambiarme de ropa a mi camerino y se me acercó un señor, gentil y educado, que había venido a ver la obra y quería felicitarme: el maestro Ernesto Lecuona. Aprovechó para comentarme sus planes de crear una compañía, de la cual quería que yo formara parte. Aunque estarían también Palacios y De Grandy, le dije que tenía que hablar con mi padre.

Afortunadamente, una vez más accedió a que yo hiciera la temporada, que tuvo un éxito muy grande. Incluso, se contrataron artistas extranjeros. Cuando estábamos poniendo una obra, al mismo tiempo ensayábamos la próxima, porque semanalmente se estrenaba. A veces se mantenía dos semanas más en cartelera; rara vez tres. Con él hicimos Luisa Fernanda, La del manojo de rosas, La viejecita, Los gavilanes..., entre otras. Sin embargo, Lecuona tuvo que partir de viaje a cumplir varios compromisos y le cedió la compañía a Palacios y De Grandy. Del Teatro Principal de la Comedia, donde tenían lugar nuestras presentaciones, nos trasladamos al Martí. Allí, como primera figura, estrené Don Gil de Alcalá, y mi acompañante fue la mismísima Esther Borja.

También se interesó en mí Mario Martínez Casado, y cuando terminó la temporada de género lírico, me pidió incorporarme a la de teatro, con obras dramáticas, comedias y comedias ligeras. Hablé de nuevo con papá, porque recuerda que a mí no me dejaban moverme sola ni a los ensayos. ¡Hasta a las tiendas me acompañaba la tía Rosa! Yo era una «señorita decente», como se decía, solo que ya me había convertido en una artista popular, tenía un nombre...

¿Ya entonces era Rosita Fornés?

Sí sí, desde el principio. Mi padre me pidió que me presentara con su apellido, por si algún día me volvía famosa.

Usted se refería al Teatro Martí, uno de esos lugares emblemáticos de su época de esplendor, que al fin ha sido rescatado. ¿Cómo fue su relación con este escenario?

Se trata de un lugar entrañable donde realicé largas temporadas del género lírico. Pero te voy a contar algo que nunca antes he dicho. Los primeros recuerdos del Teatro Martí se remontan a la época en que yo debuté en la radio como artista aficionada. Un día, por algún motivo, quisieron llevar «La Corte Suprema del Arte» al teatro. Y, por supuesto, allí estuvimos las estrellas nacientes. Y yo salí a cantar un número, ¡por primera vez en un teatro!, y ese escenario fue precisamente el Martí. ¡Anótalo!, ¡por primera vez lo digo! Salí, temblándome las piernas, canté, me aplaudieron y me fui enseguida hacia dentro.

Aquel sitio me pareció inmenso; por eso, más que sobrecogerme, pasé tremendo susto, solo que un agradable susto. El auditorio era numeroso, y yo no había experimentado lo que significaba estar cara a cara con tanta gente, porque al estudio de Monte y Prado, donde tenía su sede la CMQ, asistía público, pero eran cuatro gatos, porque el espacio era pequeño. En esa época no había micrófonos; el artista contaba solo con la acústica del teatro. Tuve que aprender a proyectar mi voz, para que me escucharan hasta en la última fila. De hecho, los años que trabajé con regularidad en el Martí fueron de constante preocupación y mayores exigencias, debido a que le llamaban el «Coliseo de las cien puertas», y aunque estas se cerraban muchas veces para las funciones, la acústica no se podía comparar con la lograda, por ejemplo, en el Principal de la Comedia, un encanto que desgraciadamente desapareció.

Más adelante, claro está, se comenzaron a instalar unos microfonitos que colgaban en el techo, y eso ayudó. Cuando retorné a Cuba en 1946, reanudé mis contactos con Palacios y De Grandy, y volví a presentarme allí. En los 50, cuando me consagré a la televisión, como vedette regresé una vez más al Martí. Si no recuerdo mal, abrimos con Pardon, madame (Victoria y su húsar).

Además de Lecuona, desde muy temprano usted contó con el aliento y la cercanía de Gonzalo Roig...

¡Ay!, el maestro Gonzalo Roig. Ese fue el que me dijo, en «La Corte Suprema del Arte», cuando apenas era yo una estrellita naciente: «Tienes voz de soprano, así que puedes cantar mucho género lírico». Él fue quien me alentó, porque te voy a confesar que a mí me daba, hasta cierto punto, temor. Yo me aprendía al dedillo temas musicales, aumentaba el repertorio, para cantar en una tesitura más alta que una simple cancionera. Y fue Roig quien me estimuló. Y es por lo que empiezo a aprenderme romanzas y números propios de zarzuelas y operetas, piezas de Lecuona...

Me dio mucha fuerza, mucha confianza, porque no olvides que Roig era ya una gran figura, un verdadero maestro. Siempre me hizo creer que yo podía asumir esos géneros. Enfrascado en el montaje de su famosa zarzuela Cecilia Valdés, quiso que encarnara a Isabel Ilincheta. No lo consideré buena idea, así que me conformé con estar en el coro y bailar la contradanza. Pero lo complací años después, durante una reposición que él organizó en el Auditorium. Poco antes de su muerte, estaba empecinado en que hiciera el papel principal. Le dije que no daba el tipo de Cecilia, que en la novela es descrita por Villaverde como una mulata bonita. Yo me disculpaba, le repetía: «Si aunque sea fuera trigueña, pero soy rubia...», y Roig replicaba: «No importa, te pones una peluca negra, pero la haces».

Por cierto, te faltó mencionar a Rodrigo Prats. Muchísimas de mis grabaciones él las dirigió; también en las orquestas, durante sucesivas temporadas teatrales. La suerte me acompañó. Todos ellos me vieron en el escenario y les gusté. Seguí dando clases y trabajando en teatro, además de los espacios fijos en la radio, hasta que en 1944 vino a Cuba el célebre Mario Moreno, Cantinflas. La CMQ montó un espectáculo de variedades y decidieron incluirme como su contraparte femenina.

A propósito, como mujer bella le han endilgado tanto romances como amores imposibles...

Perdóname para hacerte una aclaración: bella no, atractiva sí. ¿Sabes que jamás me consideré una mujer bella? Y eso, pese a haber sido asediada por tantos hombres. Es más, nunca he estado conforme con mucho de mi figura, ni siquiera con mi rostro.

Pero son antológicos los piropos que le lanzara Jorge Negrete; Agustín Lara compuso y le dedicó una canción.

Esa es otra historia...

¿Qué hay de cierto en esos comentarios que la vinculan sentimentalmente con Cantinflas, y con René Cabel?

[Ríe a carcajadas, con evidente picardía. Acto seguido hace un gesto dubitativo; parece nerviosa] Sííí, pero... bueno, no..., pues nada, él..., sí, yo le gusté, pero me respetó, pues vio que yo era una señorita [risas]. Es que, efectivamente, aunque no lo parezca y muchos no lo crean, me mantuve virgen hasta muy tarde. Hoy en día las muchachas empiezan a noviar y... ya. En aquella época, por nada del mundo. Figúrate, siendo una artista famosa, hubo gente que se confundió conmigo, porque se me acercaban millonarios, diciéndome ofrecerme lo que yo pidiera...

Dejemos a un lado a esos millonarios, y volvamos a Cantinflas.

Bueno, lo que pasó fue que en aquel show, canté, bailé y actué a su lado. Y no solo se hizo mi amigo, también se echó a mi familia en un bolsillo y, casi al mismo tiempo, se robó mi corazón. Es él quien propicia que yo viajara a México a los pocos meses para filmar la película El deseo, luego de convencer a mi padre. Este último viaja conmigo, pues veía con buenos ojos la relación y, desde el primer momento, simpatizó con Mario. Pero allá se encuentra con que él estaba casado con una rusa. Y aunque prometió que ese asunto se resolvería, las semanas pasaban y, como no había nada claro, papá me indicó: «En cuanto concluya el rodaje, regresamos».

Fue una ilusión rota donde todo quedó en promesas. Y una ilusión que me hizo sufrir, porque lo quise muchísimo. ¿Sabes?, fue una lástima que se malograra el romance nuestro. Yo me apasioné de veras, y ese sentimiento no acabó con la ruptura. Duró mucho todavía... «Rosquita», me decía. ¡Ay!, ¿pero tú estás grabando todo esto? No me acordaba, ¡por Dios!

Y René Cabel?

«El Tenor de las Antillas». Sí, ese fue un novio formal. Estaba enamoradísimo. Se quiso casar y todo, pero algo pasó y rompimos el noviazgo. Conmigo no hay marcha atrás.

Cuentan que hasta el mismísimo presidente Batista se desvivía por Rosita. ¿Fue así?

¿Batista? Ah..., bueno sí, pero, espérate, porque ese es un episodio triste. El asunto es que yo formé parte de una comisión del sindicato de artistas para una entrevista con el presidente, con el propósito de discutir la cuestión económica y la proyección cultural. Al conocerme, se me hizo evidente que le gusté, y entonces me propuso continuar viéndonos. Yo me negaba, una y otra vez, diciéndole que tenía mucho trabajo, porque comprendí lo que él intentaba. A partir de ese minuto se desató una... — como te diría... —, sí, una persecución, que se hizo extensiva a Armando Bianchi, cuando se supo públicamente que estábamos juntos.

Entonces se nos presenta la oportunidad de ir a España, y allí, viendo que mi estancia se prolongaría, quise llevar a mi hija. Eso fue en el 57, si mal no recuerdo. Se hicieron gestiones y todas fracasaron. Batista no la dejó salir de Cuba. Todos sufrimos mucho con esa separación, pero sobre todo la niña. Sus cartas, que aun guardo, son desgarradoras. Yo bajé muchísimas libras, me puse flaca, como nunca he estado, porque además trabajaba sin descanso, y sufría en silencio. Hacíamos dos funciones, de lunes a sábado, y tres los domingos. No había vacaciones ni nada que se le pareciera. Así fue toda la vida.

Cuando triunfa la Revolución, le dije al director del teatro donde estaba contratada, por cierto, el famoso autor de Las Leandras, que buscara a alguien para sustituirme, porque debía reunirme con mi hija.

Hábleme de Medel, el padre de la niña.

Deja ver cómo te explico. Después de lo de Cantinflas, estando aquí, vienen a proponerme un contrato para regresar a México. Esta vez era un empresario argentino, Roberto Ratti, para formar una compañía de revistas con artistas cubanos, mexicanos y argentinos. Es donde por primera vez me ofrecen hacer el trabajo de primera vedette. Conmigo viajaron Vitola, una cómica bastante excéntrica que se quedó allá, y también una rumberita cuyo nombre no recuerdo, que pronto se casó y se retiró.

Hice algunas películas más, y conocí personalmente a Manuel Medel, un actor que me llevaba casi 18 años. La amistad se convirtió en atracción y pronto nos casamos. Él me dio la seguridad que yo anhelaba. Juntos inauguramos el teatro Tívoli. ¡Y quedé embarazada!, un milagro, pues me habían dicho que yo tenía problemas, que eso era prácticamente imposible. Sin embargo, con un tratamiento riguroso y todo mi empeño, sucedió. Como me cuidé, el embarazo transcurrió bien, no así el momento del parto.

En cuanto pude, a los pocos meses, volví al trabajo. Medel y yo fundamos una compañía de género lírico que logró posicionarse. Pero mi hija era lo más importante, y como no podía asumir sola todos los protagónicos, contratamos a una pareja de españoles ya reconocidos: Pepita Embil y Plácido Domingo. Por entonces, el hijo de ambos era apenas un muchachito.

Mi marido y yo fuimos felices hasta que surgieron las desavenencias, y cuando vi que eran insolubles quise separarme. Ese año de 1952, precisamente, iba yo a filmar cinco películas, porque al cine es a lo que menos importancia le había dado. Y lo dejé todo. Él se puso en una situación incómoda y tuve que huir con mi hija, porque me tenía amenazada con que, si me divorciaba, Chiquitina se quedaba con él. Y él tenía un montón de hijos, porque estuvo casado en varias oportunidades y con cada relación tuvo hijos, pero creía que era una forma de mantenerme atrapada.

Figúrate lo que me costó ser madre. Por eso dije: esta pequeña va conmigo adonde yo vaya. Entonces aproveché que él viajó a otro estado, por trabajo, y me fugué. Cuando regresó a la casa comprendió que nos había perdido. Atrás quedaba el jugoso contrato por cinco años, para hacer varias películas. Atrás quedaba la tierra que me acogió, que me concedió durante siete años consecutivos el título de «Primera Vedette de México», y luego el de «Primera Vedette de América». Cuán generosos, ¿no es cierto?

Por otra parte, México me dio la posibilidad de conocer e interactuar, además, con María Félix, Agustín Lara, Gloria Marín, Tin Tan [Germán Valdés], Dolores del Río, los tres «Pedros»: Infante, Vargas y Armendáriz; Miguel Acebes Mejías, Luis Aguilar, Arturo de Córdova... ¡Fueron tantas estrellas! Y de los extranjeros, desde Hugo del Carril y mi buena amiga Libertad Lamarque, pasando por Carmen Sevilla, Lola Flores y hasta Rita Hayworth, Buster Keaton y Josephine Baker, a muchos de los cuales reencontré en La Habana, donde luego se sumarían a la lista Nat King Cole y Edith Piaff, entre los que ahora recuerdo.

Lógicamente, de vuelta a mi país encontré enseguida trabajo. Ya había empezado la televisión, y me contrataron con programas fijos que duraron años. Uno de ellos, Mi esposo favorito, me permitió estar junto a Armando [Bianchi].

¿Fue el gran amor de su vida?

Sí, lo fue, y lo perdí por culpa del alcoholismo. La bebida lo mató, justo cuando había accedido a someterse a un tratamiento. Quiso ir a la playa, a la casa que teníamos en Boca Ciega, y aunque en principio me negué, terminó convenciéndome. Iban mi hija y mis nietos con nosotros. Después de bañarnos un rato, regresamos a preparar el almuerzo, y él quiso virar a darse otro chapuzón. Parece que por el camino se dio un trago, y al meterse en el agua le sobrevino un coma alcohólico fulminante. [Con ojos aguados, tras una pausa, continúa] Fue durísimo. Estaba lleno de vida todavía y lo perdí. Nunca más he tenido un compañero. Acababa de cumplir 59. Yo era un año menor que él. Me ha costado recuperarme...

Quizás sea reconfortante recordarlo joven, saludable, como cuando ustedes empezaron.

Ese tiempo fue muy lindo; es cuando debuto en televisión, en pleno apogeo de mi gloria, y él me dice que hacía mucho me admiraba. Fuimos intimando en los trabajos que compartíamos. En 1953 nos eligieron «Miss y Míster Televisión». Se enamoró de mí, empezó a decirme cosas y yo terminé correspondiéndole.

Fue mi pareja durante 28 años; un tipazo, de esos con cara y cuerpo bien puestos, además de polifacético, pues lo mismo cantaba, que bailaba o actuaba. Había gente que, para fastidiar, le decía «el vedetto».

Después de 1959, hubo incomprensiones y rechazos hacia lo que representaba una vedette. No obstante, la Fornés logró no solo imponerse, sino desarrollar una carrera ya sólida, prestigiosa en el ámbito iberoamericano ¿ Cuál estrategia puso en práctica entonces?

Simplemente tenía que liberarme, a golpe de esfuerzo, de ese estigma de estampa del pasado. Lo que sí tuve claro desde el principio fue que tenía que seguir adelante, trabajando, diversificando los personajes, para que no me siguieran tildando de «burguesa», o murmuraran que mis triunfos se debían al atuendo que empleaba, cosa que sucedió, aunque te parezca de risa. Así, empecé a presentarme con vestidos no tan vistosos; me vieron en todo tipo de roles, hasta en el de miliciana, porque tuve que hacer guardias durante años. Uno de aquellos personajes llegó a condenarme por la supuesta frivolidad que implicaban las plumas y los encajes. Intentó abochornarme en público, y yo le solté: «No hay problema; yo puedo venir mañana con ropa de cortar caña y seguiré siendo Rosa Fornés».

Me quitaron los programas [televisivos] de mayor audiencia, me bajaron los salarios... Todavía en los 70, recibí una carta de Cantinflas, quien me invitaba a México a filmar una película sobre el Quijote, porque quería que yo fuese Dulcinea. El entonces presidente del ICR me dijo que él no autorizaba a un artista cubano a trabajar en el exterior. La película [Don Quijote cabalga de nuevo], protagonizada por Fernando Fernán Gómez y con Cantinflas como Sancho, se hizo con otra actriz. Y se puso en los cines cubanos.

Hace 15 años usted expresó públicamente: «Yo soy una persona un poco discutida, cuestionada, no admitida por la intelectualidad, de Cuba, por la cosa de que el nombre de vedette me hizo mucho daño»...

Prefiero no seguir hablando de eso. Más que de «intelectuales» se trató de «intelectualoides». Pero no es mentira que me quisieron apartar un poco, solo que fue una temporada, algo pasajero. Después recapacitaron.

Otros, optaron por ignorarme, y lo han seguido haciendo hasta el día de hoy. Ahora bien, como artista, tengo clarísimo que no le puedes caer en gracia a todo el mundo. Hay quien tiene su opinión y debemos respetársela.

¿Qué les diría a sus detractores de ayer?

Nada. No me interesa decirles ni media palabra. Ya se habrán dado cuenta de las injusticias. Muchos se arrepintieron y llegaron a convertirse en amigos. Alcanzaron a comprender que yo no era esa persona negativa y superficial que pintaban, ni mucho menos. Tampoco es necesario entablar algún tipo de diálogo con los necios. Por lo demás, los enemigos siempre existirán.

Dicen que usted y Rita Montaner no se llevaban bien. ¿A qué se debió la enemistad entre ambas?

Yo no tuve problemas con Rita. Ella, sencillamente, se equivocó conmigo. En una etapa, al parecer, me vio como una amenaza, no sé por qué; basta haberla visto en cualquiera de sus facetas para comprender que no podía tener rival. No por gusto todavía le llaman «La única».

Nos conocimos durante la filmación de Romance musical (1941). Tenía una personalidad totalmente distinta a la mía, siempre a la defensiva, como desconfiando. Pudo influir que ella era mulata —pasaba por trigueña, con esa piel aceitunada— y yo rubia. El no ser blanca parecía resultarle difícil. Todavía en algunos sitios no se le permitía entrar. Nos apartamos hasta que me tocó participar en un homenaje que se le tributó, donde pronuncié unas palabras y ella me dijo que le había dado una «bofetada», en el mejor sentido. Al final, los recelos quedaron a un lado y nos reconciliamos, pero era tarde: padecía de cáncer; le quedaban pocos años de vida.

Pienso que todo fue un malentendido, pues yo siempre la admiré. Creo que fue una artista completa.

De su extenso repertorio lírico, me permito seleccionar la opereta Luisa Fernanda, donde tanto y tan bien encarnó a la duquesa Carolina; de la televisión, el popularísimo espacio Mi esposo favorito; de la cinematografía, la madura Gloria, de Se permuta. ¿Cuáles otros roles u obras salvaría del olvido?

A propósito de la primera, en México, una vez, en un intermedio, rumbo a mi camerino me encuentro con dos señores; eran Moreno Torroba y Fernández Shaw, autores de Luisa Fernanda. «Rosita, venimos a conocerla personalmente y felicitar a la mejor duquesa Carolina». Yo les dije: «Pero cómo ustedes me van a felicitar si no me han visto en el papel, y para rematar, me acaban de ver en una revista musical, enseñando las piernas...». Aunque pequé de inmodesta, ambos me aseguraron que, en México y en Cuba, todos decían que nadie lo hacía como yo. Fue una exageración, pero aún lo considero un tremendo honor.

Respondiendo a tu pregunta, me quedaría con La viuda alegre, en el género lírico; en el teatro, La dama de las Camelias, tan conocida, por haberla hecho muchas actrices, pero me quedó bien. Sí, porque como te dije, yo no me negaba a nada. Después del «sí», comenzaba a preocuparme. Mira, yo reflexionaba, sobre todo cuando hacía teatro: «Este personaje lo ha interpretado ya — o tal pieza musical la ha cantado ya— esta o aquella actriz o cantante, pero a mí me lo alaban porque les caigo bien, porque tengo carisma».

Cine es lo que menos hice. Como tenía una vida tan agitada, entre la radio, el teatro y la televisión, no le daba mucha importancia. De las películas que hice jovencita, ninguna me satisfizo. Incluso, Se permuta no fue, a mi juicio, lo que la pieza teatral. Yo me veo y no me gusto.

Me parece que, para el cine, me faltó ángel. No sé...

Retrospectivamente, como evaluaría triunfos y fracasos, retrocesos y adelantos, dichas y sinsabores...

Imagínate... Aunque son más alegrías que penas, no puedo negar que los momentos malos que tuve los sufrí bastante, y aunque me dañaron mucho, era consciente de que tenía que sobreponerme. Porque, además, llegó un momento en que me convertí en el único sostén de los míos. Mi padre sufrió una embolia, se quedó casi sin habla y sin poder moverse con normalidad.

Tuve que hacerme cargo de la casa de mi madre, de la de mi tía, que había enviudado, de mis hermanos que estaban estudiando en el colegio de La Salle... Tuve que afrontarlo, pero gracias a que trabajaba sin desmayo pude hacerlo, y como nunca me interesó ser rica, según ganaba dinero, lo gastaba en lo que hiciera falta. Aunque vivía para mi trabajo, siento una gran felicidad, porque pude ayudar a los míos. El hogar yo lo cuidaba mucho, ¿me entiendes?

Es momento ideal para hablar de su familia...

Primero, voy a hablarte de alguien muy especial que ya no está: Guadalupe Bonavía, o simplemente Lupe, mi mamá, una mujer muy buena que hizo de mí lo que soy. La quise mucho. Se dedicó a mí sin descuidar a sus otros dos hijos, solo que ellos nacieron mucho después que yo, así que hubo un tiempo en que fue solo mía. Me duró bastante; fíjate que ella llegó a vivir conmigo en esta casa. Las dos envejecimos juntas. Aquí murió, la enterramos justo el día en que cumplía 99 años.

De mi hija, ¿qué te puedo decir? Ya te he dicho que yo no podía salir en estado, que pasé mucho para lograr ese embarazo, y después del parto tuve complicaciones, agravadas porque pronto me incorporé al trabajo. Fue un gran estímulo poderla criar, verla madurar a mi lado, que me haya dado dos nietos fabulosos, cuatro bisnietos y un yerno, José Antonio, que es el hijo varón que no tuve. Además de ser su marido por más de 40 años, hace bastante que me representa profesionalmente...

[Interrumpen para servirnos un café y Rosita aprovecha para presentarme a su bisnieto Danielito: el benjamín de la casa, quien aparece en la foto junto a ella, ya con ocho meses]

¿Te imaginas que tengo cuatro bisnietos? Un regalo de la vida verlos nacer. Y si la mayor, que va a cumplir 16, se me casa pronto, tal vez pueda conocer a un tataranieto [sonríe]. Bueno, ya eso es un poco difícil, ¿verdad? No creo que llegue a tanto, ya me va quedando poco. Son 90. Voy para 91 en pocos días.

Según el escritor Miguel Barnet, usted «supo imprimir a la música española ese ingrediente transculturado que la hacía sonar ibérica y tropical, sensual y colmada de salero... ». ¿Cuál es la clave, el secreto de su arte?

Pues chico, yo digo y repito que se lo debo a mi carisma. Pienso que gusta cómo me expreso, cómo me manifiesto en los distintos géneros..., pero no porque crea que soy mejor que nadie. Sí tuve la suerte de participar en muchas obras. Hoy en día veo que han surgido nuevos valores, algunos muy buenos, pero no hay fuentes de trabajo, no existen oportunidades. Yo pude trabajar continuamente, y ello te da una enseñanza muy grande, además de hacerte popular, porque es el público el encargado de juzgar tu desempeño.

Canté con figuras del culto, cubanas y extranjeras. Y yo no presumía de tener una gran voz; me creía afinada y daba las notas que tenía que dar. Y más nada. ¿Pero sabes lo que pasa? En las zarzuelas no solamente se precisa cantar; también hay que actuar, interpretar un personaje. Esa era mi fortaleza. Muchas colegas salían simplemente a mostrar la voz que tenían, y eso no bastaba.

¿Qué le faltó para llegar a ser una voz operática?

Bueno, pues no sé. Acuérdate que yo, desde chiquita, escuché a magníficos cantantes de ópera; después los he visto en vivo, y nunca me pareció que mi voz estaba a esa altura. Rosita Fornés, como soprano que ha sido, llegó hasta un dos sobre agudo, pero, con toda sinceridad, ese «dos» lo dio pocas veces, porque no siempre, de acuerdo con los géneros que abarcó, era preciso llegar ahí. Con dar un «sí» natural era más que suficiente.

Una vez, cierto director insistió para que lo intentara, pero me negué, dado que la pieza que proponía había sido cantada en el pasado por grandes voces, y no quise exponerme a las comparaciones. No se trata de miedo al fracaso, es que de ningún modo yo las iba a superar. Puede que me saliera, pero la ópera es una especialidad muy fuerte, y yo la respeto demasiado.

Rosita, ¿es usted una mujer de fe?

Desde luego, y, en primer lugar, tengo fe en Dios. Soy una mujer que se encomienda cada vez que va a hacer algo. Enseguida digo para mí: «Ay, Dios mío ayúdame, que todo me salga bien, que no vaya a fallar...».

Así que, sin ser una religiosa de esas con un fervor admirable, sí soy creyente y sí rezo todos los días.

¿Alguna vez consideró la posibilidad de marchar-se de Cuba?

Jamás.

Para una mujer nacida en Nueva York, que ha residido durante dos largas temporadas en España, además de una década en México, donde fue acogida como una de sus más ilustres hijas, ¿qué representa ser y considerarse cubana? ¿Cuánto valora el estatus casi diríamos «sagrado», con el cual este pueblo la ha coronado?

Ser cubana es mi orgullo. Sí [prosigue enfática], porque aunque adoro mi ciudad, sin embargo, más que habanera, me considero cubana. Esa es la verdad. Me siento y pertenezco a un escenario mayor, que es Cuba. Date cuenta que este mismo salón [se refiere a donde transcurre la mayor parte de la entrevista] está repleto de recuerdos, de trofeos, de reconocimientos, de medallas, de todo cuanto pueda haber aspirado una artista, y no solamente de mi país, sino de otros en los cuales trabajé. Hasta del rey de España hay por allá, en aquella pared, un diploma [la Orden del Mérito Civil]. Todos han sido concedidos a la artista cubana.

Sin embargo, el premio más grande es que todavía salgo y me reciben con un cariño enorme. Así somos los cubanos. ¡Y son cuatro generaciones las que me contemplan! Nada más aparezco a preguntarles cómo están, a darles los buenos días, tardes o noches, les digo «aquí estoy», les canto una cancioncita, y son tan generosos que me dan un aplauso. Esa ha sido una aspiración y, a la vez, una conquista: la de haber podido mantener esa popularidad a través de los años, haciendo cosas bastante buenas, muchas; otras buenas, regulares, y también malas.

¿Cómo se ve a sí misma a la luz del presente?

Como lo que soy: una persona de la tercera edad. Eso sí, no estoy acabada. Estoy viva; alguna que otra vez me presento, discretamente, en algún programa televisivo o en el teatro América, por ejemplo, donde no hace mucho hice un espectáculo. Acabo de realizar un disco de duetos con importantes músicos cubanos, que está siendo producido por la EGREM. Se llamará Con vivencias, y ahora trabajo en un segundo volumen.

Pero ya, desde luego, no acepto cualquier cosa. ¿Para qué exponerse de esa manera? Hace años que estoy oficialmente retirada, y no quiero que la gente vaya a creer que todavía, a estas alturas, quiero figurar y robar espacios. Nadie, mucho menos yo, ignora que ya no puedo hacer todo lo que antes podía, cuando era joven. Hoy apenas hago acto de presencia.

¿Cuál es la imagen suya que cree perdurará?

No lo sé. No he pensado en eso. Hay una juventud que no me ha visto, como tú, a no ser por la televisión cuando ponen algo, casi siempre en «De la gran escena». En el mejor de los casos solo han oído hablar a sus padres o abuelos de una tal Rosita Fornés. Y punto.

¿Qué le entusiasma y qué le mortifica ahora mismo a esa Rosita Fornés?

[Se echa a reír] ¿Entusiasmarme? En realidad son muchas las cosas que me entusiasman. Primeramente, mi hogar, y por eso disfruto de la felicidad de cada uno de sus miembros. Me encanta que nos reunamos, no solo en los cumpleaños o las navidades. Y me animan también los buenos deseos, porque quiero que sepas que, para toda la gente que me quiere y a los que quiero, pido salud, que es lo principal que se necesita para poder hacer y deshacer.

En cuanto a mortificarme, es difícil que me mortifique algo ya. ¿Qué podría sacarme de mi paso? Bueno... ¡que se vaya la luz [eléctrica]! Y bendito sea Dios, porque en esta barriada no sucede con frecuencia.

 

MARIO CREMATA FERRÁN integra el equipo editorial de Opus Habana.

Revista Opus Habana

(Oficina del Historiador de la Ciudad)

Vol. XV / No.3 (nov. 2013 – may. 2014)

(paginas 26 – 37)

 




























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Rosita aprovecha para presentar a su bisnieto Danielito: el benjamín de la casa, quien aparece en la foto junto a ella, ya con ocho meses.