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La humanidad de una vedette














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La humanidad de una vedette

(Un canto a la esperanza)

 

 

Testimonio excepcional de amistad y adoración nos lo ofreció quien supo darles apoyo y simpatía a los pacientes que aún, después de treinta años, la quieren y admiran hasta el punto de haberla bautizado como madrina del hospital.

Motivó a los más talentosos y reconocidos músicos y artistas cubanos para formar el proyecto cultural “Rincón”, pues sienten un profundo respeto por la labor de rehabilitación que realizan médicos y enfermeras del sanatorio.

Unido a su confesa devoción por el culto a San Lázaro, la célebre vedette cubana Rosita Fornés transformó —según sus palabras— en experiencia única y especial su relación con la institución, por lo que accedió a narrarnos sus impresiones desde el mismo instante en que recibió, por vez primera, la visita de varios enfermos del hospital.

—“Quienes me declararon madrina del hospital fueron los propios pacientes. Recuerdo que vino a casa una comisión que atendía la parte cultural de los que están allí internados y me pidió que fuera su madrina. Les pregunté: "¿Por qué?", y me respondieron; "Bueno, porque le tenemos mucha admiración y deseamos que vaya a compartir con nosotros".

“Yo fui al hospital del Rincón, por primera vez, llevada por una artista de los tiempos del Alhambra, que conocí cuando debuté en la televisión, y que también fue madrina del hospital. Luz Gil se llamaba, era de origen mexicano y se dedicaba a llevar de vez en cuando espectáculos al sanatorio en los que varias veces me incluyó. Cuando Luz falleció, los pacientes vinieron y entonces me comprometí con ellos.”

Dios es amor, y Jesús, un joven enfermo que casualmente llevaba el nombre del hijo de Dios, es el principio de una historia que comenzó precisamente por amor —y el deseo de hacer feliz— a quienes lo atendieron como verdadera familia. Sobre él, la artista nos relata:

—“Hubo un joven nombrado Jesús, que considero muy importante mencionarlo ahora, porque él fue quien vino a casa a pedirme, por primera vez, que fuera a compartir con los enfermos.

"Desgraciadamente falleció, porque le cayó una pasión de ánimo muy fuerte que lo hizo abandonar el tratamiento y no se dejaba curar ni atender.

“La historia de ese muchacho era un poco triste, porque estaba desde los doce años en el sanatorio.

“Su más profundo dolor era que la familia lo había abandonado, no le quedaba nadie en el mundo, a excepción de las monjas que lo trataban como a un hijo, y por eso él solicitó mi presencia, que lo fuera a ver porque necesitaba hablar conmigo.

"Cuando llegué, la enfermedad le había avanzado. Aquello fue muy impresionante; la lepra le comió la nariz, la garganta, no tenía casi voz, se quedó sin dedos, y entonces él me pidió, lo recuerdo como si fuera ayer: "Rosita, no quiero que me entierren en el cementerio del hospital, sino en el cementerio de Colón".

"Conversé con los médicos y me explicaron que en este tipo de enfermos lo que se debe controlar es que no caigan en ese estado anímico depresivo porque les hace mucho daño, sin embargo, si se cuidan lo más probable es que muriesen de cualquier cosa menos de lepra.

"Inmediatamente hice la diligencia con las monjas y con la dirección del hospital, para que intervinieran y finalmente cuando falleció lo sepultaron en donde él lo pidió. Tenía cuarenta y dos años cuando murió.

—“Una de las cosas que más me impactó durante mi visita al hospital fue el personal médico, incluyendo al cuerpo de enfermeras. Por ellos supe del trabajo de las monjitas, que bañaban a los enfermos, les curaban las llagas y los asistían hasta el último momento.

"Las vi ayudándolos a levantarse para que hicieran sus necesidades, o auxiliándolos en cualquier cosa que les hiciera falta, y me causó mucho asombro el saber que ninguna se ha muerto de lepra, ni se ha infectado con la enfermedad a pesar de que se transmite por la sangre.

 

 

Tomado de

Salud y sociedad en la historia de un leprosorio:

el caso del Rincón