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UN RAMO DE ROSAS














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UN RAMO DE ROSAS

 

 

Por Orlando Quiroga

 

 

La televisión me permitió «acercarme más y más, pero mucho más» a Rosalía Palet Bonavia, Rosita Fornés, aunque ya la conocía de mi etapa periodística. Para mi era un enigma su capacidad de mantenerse en primer lugar, generación tras generación, pero cuando intime con ella, pude admirar los rasgos de voluntad y cortesía que le eran inherentes: podía pasarse minutos y minutos saludando a todos los que se le acercaban, niños, mayores, abuelitos, siempre con una sonrisa y un «¡ándele!» adquirido en México. Cuando hacia la guardia como miliciana en la puerta del ICR, tuvieron que trasladarla a las plantas superiores, porque el público se agolpaba para verla.

-En muchos casos, se que se me acercan para observarme, para ver si hay alguna nueva arruga, para comentar mi edad, o para que alguna señora mayor se sienta complacida exclamando: «¡Si cuando yo era niña, ya Rosita Fornés era Rosita Fornés!». Pero me quieren tanto, que yo siempre tengo la sonrisa para ellos, aunque vaya para el médico. Se ha hablado de miles de cirugías plásticas que me he hecho, y si, me he hecho algunas, porque qué no haría yo por lucir bien para mi público, por esos aplausos que yo necesito para seguir viviendo.

México la consagró como la «guera» divina. Cuando regresó, con su hija pequeña, la misma noche de la llegada estaba viendo la televisión junto a su madre, y le llamó la atención un cantante:

-¿Quién es ese muchacho tan simpático, mamá?.

-Es un galán que se esta destacando, se llama Armando Bianchi.

La citaron para un colectivo del programa musical (“Gran Teatro ESSO”) que dirigía Gonzalo Roíg. Allí se reencontró con algunos de sus maestros: Roíg, que la enseñó a amar la música seria; Antonio Palacios, quien le mostró todos los secretos de la zarzuela, y Luis Manuel Martínez Casado, hermano de Mario, quien la había echado a andar por la aparente ligereza del vodevil. Pero también estaba en el colectivo el joven Armando Bianchi. Se miraron, se sonrieron y ¡no se separaron nunca más!, hasta la muerte de Armando, con ocasionales distanciamientos por la diferencia de caracteres: el siempre alegre y bromista; ella, aunque no lo parezca, más «trágica», más consecuente. Pero siempre regresaban el uno al otro, porque, aunque tampoco lo parezca, se complementaban perfectamente.

-Y además, ¡el cocinaba tan bien!.

Cuando Rosita debutó en La Corte Suprema del Arte, obtuvo un premio cantando La hija de Juan Simón; apenas había cumplido los catorce años y ya tenia ese cuerpo tan deseado.

            -Hasta hace pocos años, me ponía los vestidos de aquella época y me quedaban exactos, fíjate si había echado cuerpo tan joven.

De México regresó con el sobrenombre de «la primera vedette de Cuba», titulo que causó más de una incomprensión y un ceño adusto en determinados burócratas. Vedette es una palabra francesa que significa «primera figura», hombre o mujer, pero en México y en Cuba la palabra esta asociada a la rumbera, ligera de ropas, que muestra los muslos. Rosita lo había hecho en sus películas de Churubusco, pero gracias a lo que aprendió con Palacios, Roíg, Martínez Casado, González Mantici y Guzmán, sus principales maestros, había logrado cosas tan serias como una Viuda alegre que no se ha podido repetir -¡ese descenso suyo por las escaleras era una lección magistral!-; y programas dramáticos, con Garriga y Vázquez Gallo, como El abanico de Lady Windermere, Morena clara, Delito en la Isla de las Cabras o Filomena Marturano. En teatro, una poderosa demostración en Confesiones en el Barrio Chino; en cine, una deliciosa composición en Se permuta.

La intérprete de Un ramo de rosas, o de Ojos verdes, o de Balada para un loco, siempre tuvo un problema: no aprendió a decir no a determinados proyectos. Pero en manos de un profesional ha logrado creaciones tan recordables como la Hello, Dolly! que le dirigió Octavio Cortazar en el teatro Karl Marx.

Su primera llamada al levantarse era para su mama -ya no lo hace porque viven juntas. En muchas ocasiones ha ido al Lazareto del Rincón a llevar música y consuelo a los enfermos, cosa que ella nunca ha querido que se divulgue, y antes de su operación de la cadera me contaba el secreto de aquellas piernas que elevaba, altísimo.

            -Yo, antes de salir, me creo que tengo quince, porque si me pongo a pensar que soy una abuela, no podría hacerlo.

 

 

 

Tomado del libro

NADA ES IMPOSIBLE

(Memorias de Orlando Quiroga)

Letras Cubanas

1996